Hace exactamente 10 años, el miércoles 13 de marzo de 2013, Ramona Benítez y Héctor Farías fueron asesinados en un departamento próximo a la vieja terminal. Los dos presentaban un tiro en el cuello. El asesino no robó y escapó tras lavarse las manos y cerrar la puerta.
Por Fernando del Rio*
El mundo estaba conmocionado. Argentina estaba conmocionada. Mar del Plata, también. Horas antes, bajo la lluvia romana, un cardenal francés de voz temblorosa anunciaba a Jorge Bergoglio como el nuevo Papa. Llevaría el nombre de Francisco. El miércoles 13 de marzo de 2013 una gran parte del mundo se sumergía en la sorpresa y en un clima de fiesta. Pero en un departamento pequeño de esta ciudad el púrpura era el horror en forma de charco de sangre derramado por debajo de la puerta.
El departamento D de la planta baja, en el edificio de Alsina al 2200, se ubica al fondo del pasillo de entrada y tiene cerca la escalera que da acceso a los otros pisos. Allí, a las seis de la tarde de aquel día, una joven vecina que mudaba muebles vio algo extraño que la distrajo y la hizo clavar su mirada en la puerta del departamento donde vivía una agradable pareja de jubilados. Una viscosidad salía por debajo y formaba un charco entre rojizo y negruzco.
El encargado provisorio del edificio -el de siempre estaba de viaje en Brasil- se acercó alertado por la mujer y llamó con golpecitos en la puerta. Nadie respondió. Presionó el timbre varias veces hasta que se convenció de que no había más opciones que recurrir a la policía. Unos minutos más tarde, a las 18.16, dos oficiales de la comisaría novena bajaron del patrullero y subieron los dos escalones que separan la vereda del ingreso del edificio, donde los esperaba el encargado.
“Vive una pareja de jubilados, pero no se vieron en todo el día. No contestan los llamados”, escucharon los policías.
La puerta estaba cerrada con llave y para poder verificar lo que todos allí presumían -la muerte, tal vez aún no el asesinato- el mejor camino era entrar por un departamento contiguo que no tenía ocupantes porque lo estaban remodelando y que permitía llegar a un patio del pulmón de manzana. Desde allí los policías alcanzaron la persiana plástica del hogar de Ramona Benítez (74) y Héctor Farías (73). La ventana estaba abierta, circunstancia que facilitó el acceso final.
“No tenían deudas, no manejaban grandes sumas de dinero y, en apariencia –una percepción evidentemente equivocada- no tenían enemigos”.
El cadáver de Ramona Benítez fue el primero que vio el policía. Estaba en el pequeño comedor, cerca de la única habitación del departamento. Junto a un mueble y en camisón. Un charco de sangre rodeaba su cabeza. Más allá, a centímetros de la puerta de entrada, el cuerpo de Farías, vestido con pantalón, camisa y chaleco. De su cuello parecía haberse derramado toda esa sangre que formaba un charco, una parte del cual se escapaba del departamento.
Los investigadores fueron poblando el edificio “Niagara II” poco a poco. Primero llegaron más refuerzos de la comisaría novena, las autoridades de la Jefatura Departamental y la fiscal María Isabel Sánchez. Y convocaron a un cerrajero que, tras taladrar por encima de la cerradura de la puerta del departamento D, les confirmó que estaba cerrada con llave. El primer misterio se anotaba en los apuntes de lo que sería el acta inicial del expediente 7313-13: el asesino se había tomado el trabajo de cerrar antes de irse.
Los peritos que examinaron la escena del crimen concluyeron en que ambas víctimas habían sido fusiladas con un revólver calibre 38, que no había desorden propio de un evento de robo y que el hombre, además, había sido golpeado y tajeado con un arma blanca. También que en el charco de sangre junto a la puerta yacía un juego de llaves. Y que el asesino había tomado la precaución de lavarse las manos en la cocina.
La pareja
JUBILADOS. Farías y Benítez eran una pareja de jubilados que vivían juntos desde los primeros años de la década del ’90. El era separado, tenía una hija de su primer matrimonio y trabajaba algunas horas como taxista; ella, correntina, no había sido madre y era la inquilina inicial de aquel departamento que ocupó sola algunos años. No tenían deudas, no manejaban grandes sumas de dinero y, en apariencia -una percepción evidentemente equivocada- no tenían enemigos.
De acuerdo al informe forense, la muerte se situaba en las primeras horas de la mañana y coincidía con el horario en el que Farías se disponía a salir para buscar el taxi hasta una cochera cercana. Todos los días a las 7 de la mañana el jubilado comenzaba su jornada que extendía hasta el mediodía, luego le pasaba el vehículo al yerno de la dueña de la licencia, quien lo conducía sólo un par de horas porque era docente. Ya de noche Farías lo volvía a usar para guardarlo en la cochera de la calle Brown.
La vecina del departamento A de planta baja que el día anterior había visitado a Benítez (sufría una bronquitis y reposaba en cama), escuchó cerca de las 7 de la mañana gritos de los dos. “No eran de discusión, eran como gritos desgarradores y después un portazo”, atestiguó.
“Ningún asesino fusila a dos personas si no es por defender un valor que considera más importante que la vida misma”.
Otra vecina, que si bien vivía en el cuarto piso lo hacía en el mismo ala de las víctimas -también ocupaba un departamento “D”- refirió que a las 7.05 escuchó como una detonación en el edificio y un grito. “Como después volvió todo al silencio normal, no le di demasiada importancia”, agregó.
Los testigos, la autopsia, la vestimenta de Farías y las llaves junto al charco de sangre construyeron la certeza de que el doble asesinato había sido cometido alrededor de las 7. Era el momento en que Farías salía a trabajar y no resultaba ese ser un dato a despreciar: el homicida debía conocer ese hábito.
Un crimen es como el Universo unos segundos después de la gran explosión. La verdad aparece fragmentada y distribuida en pequeños detalles, muchas veces ocultos, otras en evidente exhibición, y con el correr de las horas pueden perderse de vista para siempre. En el interior del departamento de la calle Alsina algunos añicos de verdad permitieron a la fiscal Sánchez entender que no se había tratado de un robo (se rescataron una alianza de oro con la inscripción “Héctor 23.8.91”, dos anillos dorados y otro plateado, sobre la mesa había una billetera y un reloj, además de 4 teléfonos celulares en la habitación), no había signos de pelea ni discusión sino de fusilamiento y que probablemente el asesino era alguien cercano.
Los vínculos
ENTORNO. La clave estaba en analizar el entorno de relaciones aunque, mientras tanto, se imponía exprimir al máximo las posibilidades del entorno físico. La puerta de acceso principal del edificio se abría con una llave computarizada y la pareja de víctimas tenía asignada las que llevaban el número 60, 63, 64 y 93. Ese sistema guardaba un registro digital de los movimientos y al ser analizado reveló que la llave 64 se había activado a las 5.37 por primera vez y a las 6.18. Sin embargo, el reloj no funcionaba con precisión: tenía un desfasaje de 47 minutos. De manera que la llave 64 había abierto la puerta a las 6.24 aproximadamente y había vuelto a activarse a las 7.04. La llave 64 nunca fue hallada por la sencilla razón de que el asesino la utilizó para escapar.
Una cámara de seguridad de una cochera sita en la vereda opuesta grabó una secuencia iniciada a las 6.19 (reloj de la cámara) y en la que se observa ingresar a un hombre al edificio. A las 7.06 un hombre -que podría ser el mismo pero la calidad de la imagen no lo permitió asegurar- sale del edificio y se pierde del cuadro de la cámara. Un remís de la empresa Remicoop estaciona y espera hasta las 7.07, cuando regresa el hombre, que aborda el Chevrolet Corsa. Luego, el remís desaparece.
“Los peritos que examinaron la escena del crimen concluyeron en que ambas víctimas habían sido fusiladas con un revólver calibre 38. Y que el asesino había tomado la precaución de lavarse las manos en la cocina”.
Esa pista fue investigada por la DDI y se logró establecer hasta el número de celular del cual se había hecho el llamado a Remicoop y el destino del viaje. El juez de Garantías, Gabriel Bombini, rechazó el pedido de la fiscal Sánchez de intervenir el teléfono en tanto la pesquisa no se profundizara un poco más. Adujo que no estaba probado que la persona que ingresara fuera la misma que se tomó el remís a las 7.07. Finalmente, esa línea de investigación se perdió en la nada. Tal vez allí se extinguieron las únicas chances de esclarecimiento.
El móvil del crimen tenía que hallarse en algún conflicto personal de las víctimas, ya sea de vínculo o de dinero. Ningún asesino fusila a dos personas si no es por defender un valor que considera más importante que la vida misma. La escena del crimen demostraba eso, que una persona conocida de Benítez y Farías había llegado de madrugada, ingresado con permiso y armado al departamento, y rematado a ambos. Además, había huido de forma misteriosa, o cuidadosa.
Una de las primeras sospechas se dirigió hacia el yerno de la dueña del taxi, ya que una vecina del primer piso declaró algo temerario. El día anterior había escuchado detenerse un vehículo que reconoció como el taxi que manejaba Farías. También que alguien entraba y salía del edificio. Entonces se asomó por la ventana y vio a Farías hablar con quien manejaba el taxi. “Yo mañana a primera hora te la alcanzo porque la bruja esta duerme como un tronco y yo la guita la guardo en el colchón. Viste tengo todo ahí por seguridad. No la puedo mover”, le atribuyó al jubilado. Ante la insistencia del hombre al volante, Farías le habría respondido “Sí, pero te digo que sí”.
Esa misma mujer, en la continuidad de una declaración de oscilante verosimilitud -acaso viciada por su condición de actriz-, dijo que en los primeros minutos del día del crimen, apenas pasada la medianoche, escuchó nuevamente el ruido del auto y dos personas mayores discutiendo. Esta vez, por razones no explicadas, la testigo no fisgoneó pero alcanzó a escuchar un breve diálogo final:
-Te voy a matar hijo de puta.
-Dale, vení, la concha de tu hermana.
Sin embargo, no hubo motivos ni evidencia directos que involucraran al docente. Su suegra, la dueña del taxi, había sido la primera en notar la ausencia de Benítez, quien, preocupada porque Farías no le había llevado la recaudación del día anterior, llamó a la operadora de radio y ésta le informó que no se había reportado. La mujer lo llamó al departamento varias veces, pero no atendió. A las 13.45 fue al edificio y llamó por teléfono al menos diez veces. Nadie contestó. Golpeó en vano la puerta. Era lógico el silencio. Ambos ya estaban muertos, pero la sangre aún no había escapado por debajo de la puerta. Diversos estudios sobre la coagulación post mortem admiten la posibilidad de fluidos tardíos afectados por variables como la rugosidad del piso, las prendas de vestir de la víctima, o la inclinación del terreno.
La familia
NADA POR AQUI. Ninguna de las dos víctimas tenía familiares presentes o demasiado cercanos. Sus relaciones eran aquellas que nacían dentro de un perímetro acotado por la vecindad. Algunas personas del edificio o de trabajos ocasionales de Ramona. Por ejemplo, el encargado de un edificio de la calle Colón que resultó ser, incluso, la última persona en verlos vivos, excepto el asesino, por supuesto. Ese hombre había cenado la noche anterior después de asistir al departamento a arreglar el obturador del baño. “Cuando me fui Ramona cruzó al almacén a hacer unas compras”, declaró.
Por el lado de la mujer tenía una hermana con la que no se veía desde el año 2006 y una sobrina que sí se relacionaba y que brindó un recuerdo importante: “Alguna vez los habían ido a apretar para que dejaran el departamento. Hace como 10 años”, dijo. Ese atisbo de móvil no encontró en la investigación ningún camino a seguir.
Del lado del taxista había una hija y una ex esposa con la cual la relación estaba deteriorada. No se frecuentaban y prácticamente sabían muy poco uno de los otros. Dos meses y medio antes Farías había pedido a su hija la libreta de matrimonio para poder realizar los trámites que le habilitara legalmente para casarse con Ramona Benítez, con quien convivía desde hacía 21 años. Al contrario de su deseo, Frías no recibió el documento. Ese dato de la intimidad familiar fue considerado por los investigadores, como también el reclamo de la hija por la posesión del departamento, sin que sea más que un tibio interés, ni siquiera una hipótesis criminal.
“Ni la sangre hallada dentro del departamento, ni los objetos sometidos a peritajes, ni algunos cabellos, ni la información de los teléfonos, ni los testimonios contribuyeron con, al menos, un indicio”.
Otras líneas se barajaron sin éxito como la que trató de determinar si Benítez era jugadora compulsiva, asistente habitual a bingos y al casino. Tal vez en ese vicio, como en cualquier otro extremo, podía hallarse la clave. Pero eso no era más que un rumor. Los amigos o vecinos, e incluso una sobrina, desconocieron esa anomalía que bien podía contener el motivo para semejante violencia.
Y no mucho más. Ni la sangre hallada dentro del departamento, ni los objetos sometidos a peritajes, ni algunos cabellos, ni la información de los teléfonos, ni los testimonios contribuyeron con, al menos, un indicio. Nada más.
El expediente tiene apenas dos cuerpos atados por un hilo de algodón. El típico cartón rosado de la carátula lleva los nombres de las víctimas anotados bajo el número de IPP. También esa portada empieza ya a mostrar algunas manchas amarillentas con las que el paso del tiempo castiga sin compasión y que se transformarán en un patrón desigual. Como la sangre por debajo de la puerta.
*Nota publicada originalmente el 15 de febrero de 2018.